Si te sientes llamado, ahí tienes a tu Madre

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Ser llamado significa ser amado

Los tres amores vocacionales

 

Ser llamado significa ser amado. La vocación más grande que ha recibido el hombre es la vida bienaventurada, el destino universal a ser feliz en santidad. Pero no se puede ser feliz ni santo, sin pasar por la experiencia auténtica del amor, sin tocar el corazón de Dios en el corazón del otro que también me pertenece.

La tradición bíblica reconoce a san Juan como el discípulo amado, aquél que pudo armonizar la elección de Dios con una obediencia filial, sin otra condición que entregarse con amor al Amor, reclinando la cabeza sobre el pecho del Maestro. Jesús, en un acto de donación incondicional, ofrece su amor más preciado, para que en adelante los discípulos custodien su fe y su vocación con la compañía y el afecto que sólo puede venir de una madre: María.

El testamento de Jesús al discípulo amado es la unión indisoluble con María, cuando en el momento de la muerte en la cruz, la entrega como madre: “Ahí tienes a tu madre”. Estas palabras resuenan en el corazón de cada creyente, y sostienen la llamada que Dios nos ha hecho para seguir al Maestro e implicarnos en todo con Él hasta el final. Desde aquel instante, la Madre de Dios es también nuestra Madre.

Tres amores definen el camino del discípulo amado. Ignorarlos es cerrarnos en auto-contemplación narcisista, vivir a espaldas del proyecto de amor de Dios, invadirnos del miedo que nos paraliza y no nos permite amar ni ser amados. Acoger estos amores es vivir desde dentro con la convicción de ser elegidos incondicionalmente por Dios, permanecer en actitud de comunión interior, integrando lo que somos y acogiendo el abrazo misericordioso que sana nuestras heridas.

 

Amor a la cruz

“Junto a la cruz de Jesús…” Jn 19,25

El primer amor vocacional es el amor a la cruz. Es decir, a lo que realmente somos, a nuestro yo profundo herido, a lo que nos duele y nos quita la paz. Amar la cruz es amar a Cristo, es reconocer nuestra pobreza desde su riqueza, entendernos desde el sufrimiento o la soledad del calvario, en donde Dios redime aun aquello que nos parece más frustrante y difícil.

El corazón herido de María también acoge a todo el que quiera mirar la cruz de Cristo y abrazarla, ella los ama como los amaba Jesús. La misma mujer que vio a Jesús crecer, aquella que en las bodas de Caná fue testigo de las maravillas de Dios en el mundo, es la misma que mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su hijo y mueve al discípulo amado, para que en él, todos acojan con afecto la esperanza de la salvación.

En circunstancias difíciles para seguir al Maestro, ante la experiencia del abandono o la persecución, Jesús nos confía a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás (Cf. Homilía de SS Francisco, 1 de enero de 2014). Por eso, no podemos rendirnos ante el miedo que provoca el calvario de nuestra vocación, donde también Jesús pone a nuestro lado a su propia madre. Mirar la cruz es vivir la hora del amor traspasado con María, seguir a Jesucristo con una confianza que no defrauda jamás.

 

Amor a la madre

“Ahí tienes a tu madre” Jn 19,27

A María y al discípulo amado, Jesús no quiere dejarlos solos, por eso les pide que se acompañen y cuiden en pertenencia mutua: “él es tu hijo… ella es tu madre”. Jesús hace de los suyos una familia que tiene un mismo Padre, un Padre celestial que hace partícipe de su vida a todos, y una misma madre, la madre de Jesús, a quien le entrega el cuidado de sus discípulos. A ellos por su parte, les corresponde recibirla como propia madre, siguiendo el modelo del discípulo amado.

Nuestra vocación será fecunda si está modelada sobre la maternidad de María. Es una maternidad que nos da pertenencia, la seguridad de tener un lugar, un regazo, un mismo amor. Fuera del amor de María sólo podemos estar al peligro de amores infecundos, carentes de significado, amores dependientes y esclavizados. En cambio, el amor de madre provoca confianza, nos da el ser y la vida, nos ofrece identidad, nos hace saber que somos amados y dignos de amor. El amor de madre nos hace fuertes y nos lleva a experimentar la ternura del afecto que requiere la llamada de Dios.

El discípulo que acoge a María en su casa, la lleva a su familia y a su corazón. Como toda madre, María comprende nuestra fragilidad humana, sin muchas palabras sabe descifrar nuestros interrogantes y temores, descubre nuestras angustias y pacientemente espera que volvamos a ella para abrazarnos con confianza. Por eso, si tienes miedo en tu vocación, ahí tienes a tu Madre; si dudas de saberte llamado, ahí tienes a tu Madre; si parece que se acaban las fuerzas para seguir adelante, ahí tienes a tu Madre.

 

Amor al discípulo

“Ahí tienes a tu hijo”. Jn 19,26

El discípulo amado no sólo será testigo de la resurrección, sino aquel elegido por el Maestro para ser hijo adoptivo de María. Ella lo recibe guardándolo en su corazón, sosteniéndolo con amor de Madre, amor divino que engendra esperanza y confianza. La fidelidad de María coincide con la fidelidad del discípulo amado, que contrasta con la infidelidad de quienes llenos de miedo huyeron y dejaron solo al Señor.

Por la fe renacemos a la condición de hijos en el Hijo, hermanos de Él porque asumió nuestra carne y habitó entre nosotros por obra del Espíritu Santo. El amor de María es el mismo amor de Cristo que garantiza una pertenencia con el discípulo amado, que vive de un amor indisoluble que no se destruye jamás. Es así que el discípulo amado somos cada uno de nosotros, y la unión con María es garantía del amor de Cristo que nos ofrece una medicina de inmortalidad para ser discípulos, apóstoles y testigos hasta el final. Sólo podrá perseverar en su vocación aquel que persevera en el amor de María.

En definitiva, como discípulos tenemos un puesto privilegiado en el corazón de la Madre de Dios. Una confianza afectiva con ella, nos hará descubrir la pasión de Cristo por la humanidad y en consecuencia, se despertará nuestro anhelo de entrega incondicional. Por ello, nuestra vocación comienza abrazando como María al discípulo amado que somos cada uno, que llevamos dentro, es la certeza del amor maternal de Dios en el corazón del hombre.

Finalmente, la vocación del discípulo amado llega a su culmen cuando comienza a dar vida, cuando no teme perderse a sí mismo por encontrar a otros para Dios, cuando ordena sus deseos y vive con libertad interior como lo hizo María. Este amor vocacional se hace tan fuerte que no teme implicarse afectivamente porque sólo desea recostar su cabeza en el pecho del Maestro, acogiendo al discípulo que tenemos al lado, que también es amado de Cristo y de María, pero que sufre en su interior cuando lleva la cruz del dolor y de la oscuridad. Caminar con él es recordarle que también es llamado, que ahí tiene a su Madre.