Érase una vez…

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Un hombre recorrió medio mundo para comprobar por sí mismo la extraordinaria fama de que gozaba el Maestro.

“¿Qué milagros ha realizado tu Maestro?”, le preguntó a un discípulo.

“Bueno, verás…, hay milagros y milagros. En tu país se considera un milagro el que Dios haga la voluntad de alguien. Entre nosotros se considera un milagro el que alguien haga la voluntad de Dios”.

Podemos pasar parte de nuestra vida recorriendo nuestro mundo para querer encontrar razones que nos ayuden a creer en Dios, razones extraordinarias que demuestren que Dios está presente entre nosotros, en otras palabras, milagros. Signos que nos saquen de la rutina que nos envuelve y nos transporten a una realidad mágica donde la vida, y en especial, el sufrimiento no ahogue nuestra esperanza.

Tenemos que pedir a Dios signos para darle nuestra fe, nuestra afirmación. Algunos pensarán que no es así, pero ¿has pensado alguna vez que en un momento de sufrimiento Dios tiene que responder, porque es bueno y tiene que responderme, o simplemente le quito mi aprobación y dudo de su existencia porque no se manifestó a mis necesidades particulares?

He escuchado historias de personas que oraron con fervor para que su hijo no padeciera y muriera… y no pasó nada. Solo hubo silencio y muerte. Dios no respondió como tenía que responder. Dios no siguió el guion que yo, como escritor de mi vida, puse a su papel de actor. Tomamos la actitud propia de Tomás que ante el testimonio de sus hermanos (Iglesia) no quiso creer hasta que el mismo Dios le mostrara el milagro.

“Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” No vamos como Tomás diciendo a muchos que no creo porque no me contestó, pero sentimos en nuestro interior una decepción porque no se cumplió aquello que quería.

Esto es el vivir de todo cristiano, caminar consientes de la poca fe que “poseemos” y que nos dificulta hacer nuestras las palabras de Jesús, que nos invita a seguirle y responderle a pesar de las circunstancias. Dicho lo cual, la fiesta de hoy nos recuerda que todos nosotros llevamos impreso en nuestro corazón a Tomás, mejor dicho, todos en muchas partes de nuestra vida somos Tomás. Sin embargo, también hemos vivido momentos donde, al igual que él, hemos podido decir ¡Señor mío y Dios mío! Lo que nos lleva a vivir una entrega autentica, aunque limitada, y conseguir así ese preciado tesoro que llamamos santidad, pasando de ser un simple Tomás el incrédulo a Santo Tomás el apóstol.

Recuerda que en la vida cristiana hay que dejar a Dios ser Dios.