Camino agustiniano para el discernimiento vocacional (Parte 2)
2 marzo, 2021ENCIÉNDETE, VIVE, ILUMINA…
4 abril, 2021El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (…) Dijo María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». (Lc 1,35.38)
El relato de la Anunciación del ángel a la Virgen María es, sin duda alguna, uno de los pasajes bíblicos que han sido más comentados por los padres de la Iglesia y escritores espirituales y han sido objeto de inspiración de los más grandes artistas de la historia como Murillo, Fra Angélico, Carducho, entre otros. Y no es para menos. Cómo no comentar y perpetuar un momento tan sublime, un misterio en sí indescriptible: Dios que se encarna en el seno de una mujer y se hace hombre. Al centro de la escena está ella, María, una humilde adolescente, de una aldea de Nazaret al norte de Jerusalén.
María, la nueva Eva, la Madre de la humanidad redimida, la Madre de la Iglesia, fue escogida por Dios para hacerla partícipe de una fascinante historia de amor: ser la Madre de su Hijo Jesucristo. Su vocación, fecundada en el silencio y fortalecida en la escucha intensa de la Palabra y en la fe pura, se convirtió en un Amor encarnado, que trajo al mundo la felicidad verdadera, la salvación y la vida e hizo de ella, la bendita entre todas las mujeres. Su sí, como respuesta a la voluntad divina, está motivado sólo por su amor a Dios y se constituye en modelo del sí de la Iglesia. Su vocación de mujer consagrada es el modelo de toda vocación cristiana, en sus distintas vocaciones particulares.
Su vocación ha sido el mayor regalo de Dios a la humanidad; ha sido gracia, don, sorpresa, misterio. Elegida desde siempre para ser la Madre del Hijo de Dios en la tierra, dio cumplimiento a todas las promesas de los antiguos padres. En ella, como recuerda el Concilio Vaticano II, confluyen las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento (cf. LG 55). Su aceptación de la voluntad divina está motivada sólo por su amor a Dios, que supera todo temor e invita a acoger con sencillez y audacia su proyecto de salvación a favor de la humanidad.
Dijo Sí, al Proyecto de Dios…
«No temas, María» El ángel la llama por su nombre, lo que deja ver la profundidad de esta elección, porque significa que cada historia, cada llamada, cada persona, está inscrita desde siempre en el proyecto de Dios; no es algo que surge al azar, que se improvisa o a lo que simplemente se le puede cambiar el rumbo. Así como el don de la vida es un gran misterio, también la vocación lo es; uno y otro nacen de la iniciativa de Dios. San Agustín dirá: «El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe».
Sermón 13 in Nat. Dom.
Dijo Sí, a la Vida…
«¿Cómo será esto?» Preguntó ella asombrada por tan inexplicable revelación ¿Difícil elección? Quizá, pero su confianza en Dios superaba toda duda. Su vientre virgen sería la morada del Altísimo, su vientre virgen se convertiría en germen de vida. El que es la Vida y autor de la vida comenzaría a formarse en ella. Resulta paradójico en nuestro tiempo hablar de este misterio, ya que muchos se han abrogado un derecho que no les corresponde, de decidir o no por la vida de un ser humano dentro del vientre de la madre. Aquel lugar sagrado creado para ser fuente de vida, en muchas ocasiones se convierte en lugar de muerte.
Dijo Sí, a la Vocación…
«Hágase en mí según tu palabra» Y desde ese momento la niña se convirtió en mujer, la virgen en madre, la doncella en esposa. Eran las palabras que el Padre Dios necesitaba escuchar para sellar el pacto, la alianza, el llamado ¿Lo habría imaginado? Seguro que no, pero presentía en lo profundó de su corazón que desde siempre Dios la había escogido para algo más grande que sus propias fuerzas. Este es, precisamente, el misterio del llamado, de toda vocación; por eso el «sí» de María se renueva en el «sí, creo» del bautismo; en el «sí, quiero» o el «sí, prometo» de las religiosas, religiosos y sacerdotes o en el «sí, acepto» de la pareja de novios que se unen en el sacramento del matrimonio.
Dijo Sí a la libertad…
«He aquí la esclava del Señor» ¡Que gran paradoja! La que es ya Madre de Dios, es también la esclava, por amor, del mismo Dios que lleva en su vientre. Por su obediencia y entrega, la Virgen María es también modelo de la libertad humana en la respuesta a esta elección. Ella es la muestra de lo que Dios puede hacer cuando encuentra una criatura libre de acoger su propuesta[1]. Si bien es cierto que había sido elegida y predestinada desde siempre, concebida sin el pecado original, fue libre para dar su «sí» a Dios. Solo aquel que tiene el corazón disponible, que confía plenamente en él y que aprende a hacer su voluntad, es capaz de responder con libertad a la llamada, sin prejuicios ni condiciones.
Dijo Sí, a la fe…
«Has hallado gracia delante de Dios» Dice san Agustín «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal»[2]. María cultivaba la amistad con Dios, oraba diariamente y como todos en Israel, esperaba el cumplimiento de las promesas. Ella es modelo de piedad, siempre buscando a Dios. Vivió de la Palabra que meditaba y de la fe que la fortalecía. Su acto de fe nos recuerda la fe de Abraham, que al comienzo de la antigua alianza creyó en Dios, y se convirtió así en padre de una descendencia numerosa. Al comienzo de la nueva alianza también María, con su fe, ejerce un influjo decisivo en la realización del misterio de la Encarnación, inicio y síntesis de toda la misión redentora de Jesús[3].
Hoy Dios, al igual que María, también te pide que le digas «sí». Quizás no ocurrirán cosas tan increíbles como las que sucedieron aquella tarde en la casa de Nazaret, pero tu vida cambiará y, al igual que ella, harás posible que Dios entre en tu vida y en la vida de muchas personas.
Fr. Juan Pablo Martínez Peláez, oar
[1] https://es.catholic.net/op/articulos/48876/cat/635/maria-madre-y-modelo-de-cada-vocacion.html#modal.
[2] Sermón 293.
[3] Cf. Juan Pablo II, Comentario al relato de la Anunciación, 3 de julio de 1996.