¿En dónde está el cielo a donde vuela el Ave María?
15 agosto, 2022Lucas: La Misión empieza en el Interior, en la misericordia.
18 octubre, 2022La causa misionera es la primera causa de la Iglesia; ella existe para evangelizar, para llevar el mensaje del amor de Dios a los corazones, para propiciar un encuentro vivo con Cristo. Y a su vez, la misión renueva a la Iglesia, la ayuda a madurar en su fe, a crecer en su identidad cristiana. La misión aporta al bautizado nuevas fuerzas y nuevo entusiasmo en el seguimiento de Cristo; la misión despierta la pasión por Dios y la pasión por su pueblo. Un cristiano difícilmente debería olvidar que Cristo es el misionero del Padre, la Iglesia, misionera de Jesucristo y, el discípulo, enviado con la fuerza del Espíritu a dar a luz a Cristo en el mundo.
Cualquier relato bíblico sobre vocación se refiere a una intervención por parte de Dios en la vida de una persona con un propósito concreto: anunciar, liberar, defender, etc. La vocación es siempre para la misión. Pensemos, por ejemplo, en el paso de Dios por la vida de Abrahán: “El Señor dijo a Abrahán: sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición” (Génesis 12,1-2). Dios irrumpe en la vida de Abrahán, lo llama y su llamado lo pone en movimiento. La llamada incluye la promesa de ser padre de un gran pueblo y, además, destinatario de una bendición que, a través de él, alcanzará a todas las razas de la tierra. Llamada y misión van de la mano: “sal de tu tierra a la tierra que te mostraré y en tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo” (Génesis 12,3).
El caso de la llamada de Jesús a sus primeros discípulos también conjuga vocación y misión. Podemos leer en el evangelio de Marcos: “Jesús subió a la montaña, fue llamando a los que él quiso y se fueron con él. Nombró a doce [a quienes llamó apóstoles] para que convivieran con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios” (Marcos 3,13-15). En todas las narraciones de llamada contenidas en los evangelios se pone de manifiesto la intención de Jesús de vincular a sus discípulos y discípulas al anuncio del Reino, y para realizar los signos que lo hacen presente. Tras la resurrección, se hace explícito el envío misionero: “Vayan por todo el mundo a proclamar la Buena Noticia a toda la creación. A los discípulos les acompañarán estas señales: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes; si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se sanarán” (Marcos 16,15-18).
El estilo de vida San de Agustín, su ejemplo y su doctrina, darían mucho para hablar acerca de la vocación y la misión. Para muestra un botón. En uno de sus escritos dice: “Somos siervos de la Iglesia del Señor, y nos debemos principalmente a los miembros más débiles, sea cual fuere nuestra condición entre los miembros de este cuerpo” (San Agustín, Sobre el trabajo de los monjes 29,37). Es evidente la comprensión que San Agustín tiene de la Iglesia como el cuerpo vivo de Cristo, el Cristo Total, cabeza y miembros. Y, por lo tanto, respetuoso y garante de la unidad de la Iglesia, sitúa toda vocación, todo género de vida cristiana, todo ministerio y servicio en la misma, para la edificación en la caridad del cuerpo de Cristo. En la Iglesia a todo cristiano lo urge la caridad. La misión que es propia a cada vocación tiene que ver con el ejercicio de la caridad. Así, la vocación es para la misión y la misión es para ejercer la caridad desde el estilo que le es propio de amar de cada vocación.
La vocación tiene que ver pues, con el amor: un modo de amar desde un modo particular de saberse amados por Dios. Por esta razón dice san Agustín que, en el ejercicio de la caridad, nos debemos sobretodo a los miembros más débiles del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La misión tiene su sentido en los rostros concretos de pobreza y sufrimiento en los que Cristo está presente, y nos pide caridad y ejercer la misericordia. Incluso más, la vocación y la misión de los amigos de Cristo no se detiene únicamente en las acciones a través de las cuales se actúan la caridad, sino que conllevan el olvido de sí mismos hasta dar la vida, darse a sí mismo por amor. Se trata pues, de amar con el amor de Dios a los pobres, de amar a Dios en los pobres, de amar desde la pobreza con la riqueza de Dios.
La vocación es pues, para la misión. Es la misión la que alarga la mirada de los discípulos y las discípulas, para reconocer a Cristo vivo y presente en la persona de los pobres (cf. Mateo 25,35-36). El mayor bien que puede hacer un discípulo misionero es entregar el Evangelio al pueblo; en especial, a los niños y a los jóvenes. Los amigos de Jesús son, sin más, servidores de un encuentro con el Dios vivo. La caridad cristiana urge a los discípulos de Cristo asumir responsabilidades temporales, tanto en el orden social como eclesial. En este sentido, San Agustín invita a aceptar de buena gana cualquier servicio cuando la caridad requiera algún tipo de ministerio por el bien de la Iglesia y de los pobres de Cristo.